A mi padre, quien siempre supo abrazar con su mano fuerte, la mía tan débil.
Una noche de agosto en Madrigal cerca del convento de Extramuros con mis hijos en silencio, a mi lado. Un alboroto de cigarras, una luna llena de color naranja que parece el decorado de un teatrillo japonés. El tiempo por una vez piadosamente detenido. La plenitud, que siempre es sencilla. Mirar a un amigo, mirar a tu amante y ver en sus ojos el pasado en común. Contemplarte en los otros como en un espejo. La serenidad que llega tras las lágrimas. Y también todas las risas compartidas, los momentos de juego, las carcajadas dichosas. Nochebuena con mis hermanos y sobrinos. Con todos. Que no falte nadie.
Todos los libros leídos, las músicas gozadas, los besos recibidos. Y una conversación una tarde de invierno comiendo chocolate frente a la chimenea de mis amigos de la casa rural. Que tu padre te lleve a la cama el desayuno, masa de pan frito por tu madre. La alegría de vivir. Y la fugaz y espléndida belleza. Una noche de angustia. Intuición de la muerte. Una mano en la tuya. La cama es una balsa en mitad del naufragio. Una novela leída al lado del lecho de un enfermo mientras llueve, y el enfermo eras tú que nunca te pusiste enfermo, y la novela una que habla sobre el amor verdadero de Machado. Torbellinos de polvo en un rayo de sol, un universo ínfimo. Un cabrilleo de agua.
El Amanecer tras el Moncayo. El último chispazo. Esta poca cosa, o esta enormidad, es una vida. Mis momentos infinitos”